lunes, 7 de mayo de 2018


El tío Ernesto

En aquellos tiempos en los cuales la familia se reunía una o dos veces por mes  para festejar cualquier cosa y cuando la abuela hacía el lechón adobado con pimentón y cuando todos llevábamos tanta comida como si el nuestro fuese el único plato y cuando empiezan mis primeros recuerdos, ahí, en esas imágenes que veo ahora al cerrar los ojos, justo ahí, aparece el tío Ernesto.
Era mi padrino y el hermano menor de papá. Con mis primos lo esperábamos sentados en la tapia, revoleando los pies en el aire y con los ojos clavados en la esquina en donde paraba el tranvía. Rodeado por nuestras manos hacía su entrada triunfal y luego de dar los saludos de rigor a “los grandes”, buscaba enseguida alguna excusa para venir a jugar con nosotros. Nos inventaba cuentos en los que reivindicaba a las hermanas feas de la cenicienta y a esos gigantes solitarios de mirada triste que raptaban doncellas solo para tener alguien con quien hablar.
Le encantaba tirarse al piso para que nosotros le saltásemos encima y lo usáramos de puente o de túnel para huir de los “conservadores” unos bichos enormes que, según él, nos robarían nuestros juguetes, los libros de cuentos y hasta las bolitas.
Cuando “los grandes” lo llamaban para charlar o para jugar a las cartas, nosotros contestábamos por él, y en medio de nuestro griterío, su voz apenas se escuchaba “que no me dejan, que después voy”, mientras se acomodaba su rebelde jopo.
Fuimos creciendo, entramos a la primaria y al conocer a otros chicos fuimos inventando nuestros propios juegos en los que ya no estaban “los conservadores”. Y cuando ya se nos vino encima la primera docena de años, creamos nuestro código de palabras para ir dejándolo poco a poco de lado.
Pero él no se hacía mucho problema, ya que estaba entretenidísimo con los hijos de mis primas, las más grandes. Orgulloso cruzaba la casona con su nuevo séquito que lo seguía como a un mesías.
Una tarde, cuando ya teníamos quince años y mientras mirábamos chicas sin ropa en unas revistas que nos había prestado el hijo del zapatero, mi primo Riqui comentó al pasar que había leído que a los degenerados que les gustaba jugar mucho con los  chicos. Todos nos reímos y entonces Riqui se apresuró a describir el tamaño y la seria presentación del libro en el cual lo había leído. Dijo que estaba escrito por un doctor, pero que no se acordaba el nombre. Pancho, mi otro primo el mayor, el que nunca hablaba, dijo que él lo quería igual. Hubo un silencio breve en el cual hasta podíamos oírnos respirar. Entonces Riqui volvió a abrir la revista y la giró para que viésemos a Miss Otoño.
Desde aquella tarde nunca volví a ver al tío Ernesto con los mismos ojos de pibe.
Pasaron los años. Nunca se casó, pero a las fiestas siempre venía acompañado por alguna bonita mujer que siempre terminaba charlando con nosotros de política o sobre los nuevos programas que aparecían en ese nuevo invento llamado “la televisión”, o jugando al truco en pareja con el abuelo. Cada tanto, el tío Ernesto pasaba cerca nuestro y soplándose el jopo le decía a la damita: “Ya vengo, pero es que no me dejan.” Y desaparecía huyendo del griterío que lo acababa de descubrir: “¡Ahí está, ahí está!!!”
La historia se repitió con mis hijos. Entonces competíamos por la atención de los chicos. Si él le traía chupetines, yo sacaba una bolsa enorme de caramelos.
Los grandes de las reuniones dedicábamos siempre algunos minutos, para comentar lo estúpido que era cuando lo escuchábamos reir en el medio de nuestro cíclico deshilvanar de viejas historias que iban salpicadas con la descripción minuciosa de alguno de nuestros achaques. Cada tanto Ernesto nos dirigía la palabra, pero solo era para pedirnos esa pelota que había caído a nuestros pies y que apenas le podíamos alcanzar por nuestra lumbalgia.
Ya no está la abuela, ni papá, ni mamá, ni Riqui, ni una de mis hermanas.
Tuve la suerte de conocer a mi bisnieto… aunque no lo puedo alzar, claro. Es un morochito atorrante que tiene tres años al que ahora estoy viendo a través de la ventana sentado en la tapia (lo único que queda de la vieja casona).
Esta revoleando sus piecitos al aire mientras mira muy concentrado la esquina en la cual seguramente, en unos minutos, aparecerá soplándose el jopo y abriéndole los brazos el querido Tío Ernesto.



El Tio Ernesto es el tercero desde la derecha.
Yo estoy con los brazos en jarra entre mi hermana y mi madre.

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