El tío
Ernesto
En aquellos tiempos en los
cuales la familia se reunía una o dos veces por mes para festejar cualquier cosa y cuando la
abuela hacía el lechón adobado con pimentón y cuando todos llevábamos tanta
comida como si el nuestro fuese el único plato y cuando empiezan mis primeros
recuerdos, ahí, en esas imágenes que veo ahora al cerrar los ojos, justo ahí,
aparece el tío Ernesto.
Era mi padrino y el hermano
menor de papá. Con mis primos lo esperábamos sentados en la tapia, revoleando
los pies en el aire y con los ojos clavados en la esquina en donde paraba el
tranvía. Rodeado por nuestras manos hacía su entrada triunfal y luego de dar los
saludos de rigor a “los grandes”, buscaba enseguida alguna excusa para venir a
jugar con nosotros. Nos inventaba cuentos en los que reivindicaba a las
hermanas feas de la cenicienta y a esos gigantes solitarios de mirada triste
que raptaban doncellas solo para tener alguien con quien hablar.
Le encantaba tirarse al piso
para que nosotros le saltásemos encima y lo usáramos de puente o de túnel para
huir de los “conservadores” unos bichos enormes que, según él, nos robarían
nuestros juguetes, los libros de cuentos y hasta las bolitas.
Cuando “los grandes” lo
llamaban para charlar o para jugar a las cartas, nosotros contestábamos por él,
y en medio de nuestro griterío, su voz apenas se escuchaba “que no me dejan, que
después voy”, mientras se acomodaba su rebelde jopo.
Fuimos creciendo, entramos a la
primaria y al conocer a otros chicos fuimos inventando nuestros propios juegos en
los que ya no estaban “los conservadores”. Y cuando ya se nos vino encima la
primera docena de años, creamos nuestro código de palabras para ir dejándolo
poco a poco de lado.
Pero él no se hacía mucho
problema, ya que estaba entretenidísimo con los hijos de mis primas, las más
grandes. Orgulloso cruzaba la casona con su nuevo séquito que lo seguía como a
un mesías.
Una tarde, cuando ya teníamos
quince años y mientras mirábamos chicas sin ropa en unas revistas que nos había
prestado el hijo del zapatero, mi primo Riqui comentó al pasar que había leído
que a los degenerados que les gustaba jugar mucho con los chicos. Todos nos reímos y entonces Riqui se
apresuró a describir el tamaño y la seria presentación del libro en el cual lo
había leído. Dijo que estaba escrito por un doctor, pero que no se acordaba el
nombre. Pancho, mi otro primo el mayor, el que nunca hablaba, dijo que él lo
quería igual. Hubo un silencio breve en el cual hasta podíamos oírnos respirar.
Entonces Riqui volvió a abrir la revista y la giró para que viésemos a Miss
Otoño.
Desde aquella tarde nunca volví
a ver al tío Ernesto con los mismos ojos de pibe.
Pasaron los años. Nunca se
casó, pero a las fiestas siempre venía acompañado por alguna bonita mujer que
siempre terminaba charlando con nosotros de política o sobre los nuevos
programas que aparecían en ese nuevo invento llamado “la televisión”, o jugando
al truco en pareja con el abuelo. Cada tanto, el tío Ernesto pasaba cerca
nuestro y soplándose el jopo le decía a la damita: “Ya vengo, pero es que no me
dejan.” Y desaparecía huyendo del griterío que lo acababa de descubrir: “¡Ahí
está, ahí está!!!”
La historia se repitió con mis
hijos. Entonces competíamos por la atención de los chicos. Si él le traía
chupetines, yo sacaba una bolsa enorme de caramelos.
Los grandes de las reuniones
dedicábamos siempre algunos minutos, para comentar lo estúpido que era cuando
lo escuchábamos reir en el medio de nuestro cíclico deshilvanar de viejas
historias que iban salpicadas con la descripción minuciosa de alguno de
nuestros achaques. Cada tanto Ernesto nos dirigía la palabra, pero solo era
para pedirnos esa pelota que había caído a nuestros pies y que apenas le
podíamos alcanzar por nuestra lumbalgia.
Ya no está la abuela, ni papá,
ni mamá, ni Riqui, ni una de mis hermanas.
Tuve la suerte de conocer a mi
bisnieto… aunque no lo puedo alzar, claro. Es un morochito atorrante que tiene
tres años al que ahora estoy viendo a través de la ventana sentado en la tapia
(lo único que queda de la vieja casona).
Esta revoleando sus piecitos al
aire mientras mira muy concentrado la esquina en la cual seguramente, en unos
minutos, aparecerá soplándose el jopo y abriéndole los brazos el querido Tío
Ernesto.
El Tio Ernesto es el tercero desde la derecha. Yo estoy con los brazos en jarra entre mi hermana y mi madre. |
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