miércoles, 23 de mayo de 2018


ASI FUNCIONA LA COSA, PIBE

Año 1990.

No había celulares y en los teléfonos públicos solo se podía hablar a través de un cospel que se compraba en bares o kioscos.

Sucedió entonces que yo tenía que ir a buscar a mi hija al colegio y me hallaba trabajando a varios kilómetros del lugar. Pasó que de repente hubo un paro de trenes y para poder llegar tenía que poner en funcionamiento un plan B: Debía tomar tres colectivos.
Aquello significaba llegar por lo menos media hora más tarde a su salida de la escuela.

Necesitaba entonces hablar urgente a un amigo cuya hija iba a ese mismo colegio y pedirle que la retirara junto a su hija y que la tuviera en su casa hasta que yo llegara. Todo esto debía ocurrir antes de que él saliera hacia la escuela porque, repito, no existían aún los celulares.

Comencé a buscar cospeles, pero nadie parecía tener uno y allí estaban los teléfonos y yo sin poder hablar. Al décimo "no tengo cospeles" me empecé a desesperar.
De repente llego a un bar, con poca luz, lleno de hombres rudos que a esa hora de la tarde sudaban cervezas dentro de sus camperas de cuero. 
Allí, en la puerta, estaba el cartel que decía “teléfono publico”. Entré sin pensarlo y le pedí al que atendía la barra, un cospel. 
El hombre me dijo que ya no le quedaban. Insistí, desesperado, pero claro, aquel no era un asunto que se resolvería con mi insistencia, me mostró la caja y sacó todo aquello que hacía ruidos. 
“Solo tengo monedas, amigo”.
Cerré los ojos con fuerza y dejé caer mis hombros. No podía tener tanta mala suerte. Pensaba en mi hija esperándome, buscándome en las caras de los otros padres. Me odié y me di la vuelta. 
Al llegar a la puerta, uno de los bravos hombres de campera de cuero se me puso al frente cortándome el paso con su cerveza en la mano. En un segundo pensé lo peor. Me planté frente a él. Me llevaba una cabeza de altura y el doble de espaldas. Me dí ánimos, sería el desquite, podría descargar…llegaría tarde y con un moretón en la cara, pero llegaría.
El hombre, sin soltar su cerveza, metió la mano en su bolsillo, y sacó un cospel: “Andá y hablá”. Eso solo me dijo.
Apenas lo ví en su mano, tomé el cospel y me lancé sobre el teléfono. “Hola, Edu… que suerte que todavía no saliste, necesito que me hagas un favor enorme…”
El asunto estaba solucionado.
Me acerqué a la mesa del gigante que estaba con otros tantos grandotes en una charla aletargada de esas en las que uno habla y los otros asienten.
Estaba de espaldas.
“Muchas gracias", le dije tratando de llamar su atención,  "¿Sabes? me acabas de salvar , por esto del paro de los trenes no llegaba a buscar a mi hija y tenía que avisarle a un amigo que la retirara, porque su hija es compañerita y bueno, ya está, tengo como tres colectivos para llegar, con el tren llegaba bien, pero...”


Entonces se dio vuelta.

Metí la mano en el bolsillo y le ofrecí la plata del cospel y más:“Gracias… en serio”.

El me miró. Miró a sus compadres. Luego me clavó los ojos sin tomar la plata. Me sentí incómodo.
“Flaco, andá, apurate”
“Por favor, aceptalo”, insistí, “me salvaste”
Se paró y me tomó con una mano de los hombros. Me llevó aparte, como para que los demás no escucharan y me dijo: “Flaco, esto no funciona así. No entendés, me parece. A mi no me tenés que devolver nada… Un día va a pasar que vos te vas a encontrar con alguien que necesite un cospel, entonces, en ese momento, vos se lo vas a dar a él… Así funciona la cosa, pibe… Y ahora apuráte, ¿Si? Dejá de boludear y llegá lo más rápido que puedas que te espera tu piba”
Sentí algo parecido a la vergüenza, y rápidamente escondí la plata en mi bolsillo y salí del bar. Cuando miré, él ya estaba de nuevo en la mesa dándome la espalda.
Desde aquel día siempre llevé varios cospeles en mis bolsillos y otras tantas cosas más para quienes lo necesitasen. Y siempre que pude dar, repetí la frase de aquel gigante de la campera de cuero. "No me devuelvas nada, un día te vas a encontrar con alguien que lo necesite, dáselo, así funciona la cosa"
Cuando llegué, mi hija estaba tomando la leche. Dejó la taza, corrió a abrazarme y me dijo "¿Nos podemos quedar un ratito más, pa? Vamos a armar un barrilete" 
Claro, ¿Porqué, no? Yo tenía 26 años y nunca había armado un barrilete.
Era un buen plan.

Viejos y gloriosos cospeles para teléfonos públicos.
Durante el día duraban dos minutos, luego de las 22 horas, seis
y después de la medianoche, todo el tiempo que quieras.
Muchos noviazgos se sostuvieron con este método y estrategias de llamados.



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lunes, 7 de mayo de 2018


El tío Ernesto

En aquellos tiempos en los cuales la familia se reunía una o dos veces por mes  para festejar cualquier cosa y cuando la abuela hacía el lechón adobado con pimentón y cuando todos llevábamos tanta comida como si el nuestro fuese el único plato y cuando empiezan mis primeros recuerdos, ahí, en esas imágenes que veo ahora al cerrar los ojos, justo ahí, aparece el tío Ernesto.
Era mi padrino y el hermano menor de papá. Con mis primos lo esperábamos sentados en la tapia, revoleando los pies en el aire y con los ojos clavados en la esquina en donde paraba el tranvía. Rodeado por nuestras manos hacía su entrada triunfal y luego de dar los saludos de rigor a “los grandes”, buscaba enseguida alguna excusa para venir a jugar con nosotros. Nos inventaba cuentos en los que reivindicaba a las hermanas feas de la cenicienta y a esos gigantes solitarios de mirada triste que raptaban doncellas solo para tener alguien con quien hablar.
Le encantaba tirarse al piso para que nosotros le saltásemos encima y lo usáramos de puente o de túnel para huir de los “conservadores” unos bichos enormes que, según él, nos robarían nuestros juguetes, los libros de cuentos y hasta las bolitas.
Cuando “los grandes” lo llamaban para charlar o para jugar a las cartas, nosotros contestábamos por él, y en medio de nuestro griterío, su voz apenas se escuchaba “que no me dejan, que después voy”, mientras se acomodaba su rebelde jopo.
Fuimos creciendo, entramos a la primaria y al conocer a otros chicos fuimos inventando nuestros propios juegos en los que ya no estaban “los conservadores”. Y cuando ya se nos vino encima la primera docena de años, creamos nuestro código de palabras para ir dejándolo poco a poco de lado.
Pero él no se hacía mucho problema, ya que estaba entretenidísimo con los hijos de mis primas, las más grandes. Orgulloso cruzaba la casona con su nuevo séquito que lo seguía como a un mesías.
Una tarde, cuando ya teníamos quince años y mientras mirábamos chicas sin ropa en unas revistas que nos había prestado el hijo del zapatero, mi primo Riqui comentó al pasar que había leído que a los degenerados que les gustaba jugar mucho con los  chicos. Todos nos reímos y entonces Riqui se apresuró a describir el tamaño y la seria presentación del libro en el cual lo había leído. Dijo que estaba escrito por un doctor, pero que no se acordaba el nombre. Pancho, mi otro primo el mayor, el que nunca hablaba, dijo que él lo quería igual. Hubo un silencio breve en el cual hasta podíamos oírnos respirar. Entonces Riqui volvió a abrir la revista y la giró para que viésemos a Miss Otoño.
Desde aquella tarde nunca volví a ver al tío Ernesto con los mismos ojos de pibe.
Pasaron los años. Nunca se casó, pero a las fiestas siempre venía acompañado por alguna bonita mujer que siempre terminaba charlando con nosotros de política o sobre los nuevos programas que aparecían en ese nuevo invento llamado “la televisión”, o jugando al truco en pareja con el abuelo. Cada tanto, el tío Ernesto pasaba cerca nuestro y soplándose el jopo le decía a la damita: “Ya vengo, pero es que no me dejan.” Y desaparecía huyendo del griterío que lo acababa de descubrir: “¡Ahí está, ahí está!!!”
La historia se repitió con mis hijos. Entonces competíamos por la atención de los chicos. Si él le traía chupetines, yo sacaba una bolsa enorme de caramelos.
Los grandes de las reuniones dedicábamos siempre algunos minutos, para comentar lo estúpido que era cuando lo escuchábamos reir en el medio de nuestro cíclico deshilvanar de viejas historias que iban salpicadas con la descripción minuciosa de alguno de nuestros achaques. Cada tanto Ernesto nos dirigía la palabra, pero solo era para pedirnos esa pelota que había caído a nuestros pies y que apenas le podíamos alcanzar por nuestra lumbalgia.
Ya no está la abuela, ni papá, ni mamá, ni Riqui, ni una de mis hermanas.
Tuve la suerte de conocer a mi bisnieto… aunque no lo puedo alzar, claro. Es un morochito atorrante que tiene tres años al que ahora estoy viendo a través de la ventana sentado en la tapia (lo único que queda de la vieja casona).
Esta revoleando sus piecitos al aire mientras mira muy concentrado la esquina en la cual seguramente, en unos minutos, aparecerá soplándose el jopo y abriéndole los brazos el querido Tío Ernesto.



El Tio Ernesto es el tercero desde la derecha.
Yo estoy con los brazos en jarra entre mi hermana y mi madre.

viernes, 4 de mayo de 2018


La Gran Conspiración de los Barriletes
(Escrito en 1986)

En un pueblito de Argentina llamado Los Teros, los padres salían a trabajar con el sol y volvían recién cuando anochecía. Y los hijos los extrañaban mucho mucho.

-        ¡Facundooooo!
-        ¿Qué ma?
-        ¡Haceme el favor de atarte esos cordones que te vas a romper el alma!!!

Facundo era un nene tan chiquito que no llegaba a las canillas de la cocina, y era además uno de esos hijos que soñaban con jugar todo un día con su papá. Un día antes de Reyes, Facundo juntó a los “chicos que esperan” y les propuso que hicieran el mismo pedido a los Magos: Un barrilete requetecontragrande.

-        ¡Facundooo! ¿Qué estás haciendo con mis lápices de colores?
-        Nada ma. Le estoy dibujando una carta a los “dreyes” magos.
-        Después dejá todo donde lo encontraste y lávate bien las manos para comer porque ya está la cena, ¿si?
-        Si, ma…

Al otro día, todos los pibes de Los Teros salieron a las calles antes que el Sol.  En cualquier espacio en los cuales se pudieran correr los treinta o cuarenta pasos necesarios para remontarlos, había chicos con sus barriletes en las manos haciendo los preparativos para el Gran Plan. Facundo respiró profundo inflando bien el pecho y empezó a correr. Su barrilete era verde y muy pero muy grande, y así tenía que ser, bien visible, porque era la “señal” para que los demás hiciesen lo mismo. Enseguida apareció otro, sencillo, hecho con papeles de diarios y cañas de baldío. Los chicos que vivían al este del pueblo no tardaron en hacer ver los suyos, que para el Gran Plan, eran los más importantes.
De a poco, el cielo de Los Teros se fue llenando de barriletes, uno bien al lado del otro, formando un techo bien compacto que no dejaba pasar el sol que amanecía.
Los padres salieron a trabajar como todos los días, pero al ver la oscuridad se volvieron a la cama.

-        Querida, hay que mandar a arreglar el despertador. Adelanta.
-        Seguro que Facundo estuvo jugando con la cuerda. Hoy no va a ver televisión en todo el día. Acostate y seguí durmiendo.

A los dueños de las fábricas también les pasó lo mismo y sus hijos estaban en la calle detrás de algún hilo.
Todos festejaron al principio, pero cuando quisieron ir a jugar con sus papás, se dieron cuenta de que si soltaban los barriletes todo se descubriría.
Facundo no aguantó más, volvió a tomar aire (y un poco de coraje) y abrió su mano. Y, ante los ojos sorprendidos de los chicos, y los del mismo Facundo, el barrilete se quedó clavado en el cielo.

-        ¡Miren!! ¡Los “dregalos” de los “Dreyes” son mágicos!!

Enseguida los piolines se quedaron sin manos que  los sostuvieran y sobre todas las camas cayeron entonces hijos despertando a papis.

-        ¿Qué hacés aquí Facu? Andá a tu cama y seguí durmiendo. Es de noche todavía.
-        No es de noche, pa.

Al descubrir el engaño, los padres se enojaron mucho con los chicos y les empezaron a gritar.

-        ¿Y AHORA COMO LE EXPLICO ESTO AL JEFE?
-        ¿Y A MI QUIEN ME PAGA ESTE DIA QUE ESTOY PERDIENDO PARA HACER FUNCIONAR MI FABRICA?
-        ¡PENSAR QUE FUI ARRASTRANDOME DE FIEBRE PARA NO PERDER EL PREMIO DE ASISTENCIA Y VOS ME HACES ESTO!!!
-        JUSTO HOY QUE TENIA QUE COMPRAR MARCOS PARA CAMBIARLOS A LIBRAS, PARA COMPRAR DOLARES PARA PONERLOS DESPUES A TASA INTERNACIONAL Y…!

Con la cola roja de un chirlo, Facundo salió corriendo y se agarró del hilo para cumplir con la orden del papá:

-        ¡Y ahora bajá esa porquería de ahí, me hacés el favor!!!

Entonces la magia de los Reyes apareció otra vez y Facundo, sin soltarse del piolín, empezó a elevarse detrás de su barrilete. Todos se quedaron mudos, mirando como desaparecía a través del único agujero del cielo.

-        ¡Facundo, mi niño del alma!! ¿Dónde estás que mami te quiere hacer cosquillas en la panza como a vos te gusta?
-        ¡Volvé Facu! Vamos a jugar a la pelota y te voy a contar un montón de cuentos y vamos a ir a pescar…

El papá y la mamá lo buscaron con un globo y un avión, pero nunca lo encontraron.
Algo se sacudió en el corazón de las otras mamás y los otros papás de Los Teros.
Y entonces miraron para abajo.

-        Hola, pa
-        Hola, ma

Y ahí se encontraron con sus hijos, y con sus ojitos que esperaban. Y en esos ojos se vieron a ellos mismos cuando eran chicos, y recordaron que por ahí, a ellos también les hubiese gustado tener un día, uno solo, en el que todo fuese juego.

-  ¡Señores vecinos, señoras vecinas de Los Teros! Como alcalde del lugar quiero con esta sencilla y emotiva ceremonia… cof, cof, cof… decía que con esta senci… cof, cof, cof… disculpen… cof… por la tos… cof… decía que quiero con esta sencilla ceremonia… cof… que quede declarado el… cof, cof, cof

El “Día del Barrilete” fue declarado feriado y figura en rojo en los almanaques de Los Teros. Esa mañana, apenas empieza a asomar el sol, se remonta uno verde bien pero bien grande, igual que aquel que anunciara el comienzo de “La Gran Conspiración de los Barriletes”.

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Hace poco, mientras miraba un noticiero por televisión, vi que algo parecido había ocurrido en la gigantesca y nerviosa ciudad de Nueva York.
Y era muy gracioso oír a los periodistas norteamericanos haciendo piruetas con sus lenguas para poder pronunciar un nombre tan fácil como “Facundo” mientras entrevistaban a ese niño argentino con un gran barrilete verde que había venido de muy lejos… de un pueblito llamado Los Teros.

Facundo escapando para comenzar con la primera
Gran Conspiración de los Barriletes
(apenas unos meses antes del Mayo Francés)



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